Escribe: Carlos Pita.
En los períodos históricos de “Transición Hegemónica”, la o las potencias dominantes buscan no perder su lugar intentando debilitar a sus rivales utilizando su poder económico, tecnológico, comercial o militar. Estados Unidos, en pleno proceso de “fin de ciclo”, se enfrenta a una situación en la que define como amenazas para mantener su hegemonía contestada a dos enemigos principales: China y Rusia.
China como potencia global, camino a ser la primera economía del mundo en poco tiempo y con un desarrollo en el plano científico-técnico, que supera en varios rubros a Estados Unidos y con una política militar que en pocos años podrá estar en condiciones de contestarle también a su vigente hegemonía militar.
Rusia; como potencia nuclear, es la segunda nación en condiciones de plantar cara a la hegemonía de Estados Unidos. En este caso, Rusia dispone del segundo arsenal nuclear del mundo, muy cercano en potencia y tecnología, teniendo la capacidad de luchar en una conflagración atómica a la par que Estados Unidos. En condiciones de amenazar con una destrucción mutua asegurada en caso de uso de armamento nuclear estratégico.
Desde la caída de la Unión Soviética, Estados Unidos desempeñó su hegemonía con una política conservadora y agresiva. Se puso como objetivo debilitar a todo posible enemigo futuro. Esa estrategia lo llevó a la política de extensión de la OTAN, a pesar de su compromiso con Gorbachov de no agrandar la alianza atlántica. Intervino con parte de la OTAN en la guerra de los Balcanes. Bombardeó Yugoslavia. Apoyó la independencia de Kosovo e instaló bases militares en su territorio. Recibió propuestas de Rusia, previas y posteriores a la asunción de Putin para acuerdos de no proliferación y desarme nuclear con la condición de suspender la ampliación de la OTAN.
Europa tuvo un comportamiento de seguimiento casi incondicional salvo excepciones. Con la construcción de la hoy Unión Europea consolidó una fortaleza política y económica que le fue dando espacio como para tentar una agenda propia. Alemania, como locomotora económica, seguida de Francia, y con un fuerte liderazgo de Ángela Merkel, consolidó un camino propio, con una relación independiente en lo económico y comercial con Rusia y China. En paralelo con la actitud de Trump, durante su mandato congeló prácticamente la alianza transatlántica, para quien la amenaza era China y mantuvo una relación con la Rusia de Putin bastante normal.
Biden se esfuerza y logra reconstruir la vigencia de la OTAN y con la invasión rusa a Ucrania vuelve a ejercer un liderazgo que termina con la agenda propia de Europa. La prolongación de la guerra en Ucrania provoca en los gobiernos de la Unión Europea y de Gran Bretaña un temor que lleva de la mano a una carrera armamentista que les compromete las economías y parte significativa de las políticas sociales. Dependientes más que nunca de Estados Unidos, los gobernantes de Europa asumen un lenguaje progresivamente belicista y un discurso con el que parecen autoerigirse como los guardianes de los valores de Occidente. La prédica de las élites europeas, identificada con la estadounidense, unida a las decisiones de la OTAN, de proporcionar armas para atacar objetivos en territorio ruso, han llevado al conflicto al punto más cercano a una escalada sin retorno. De producirse, se unirán a los cientos de miles de muertos ucranianos y rusos, una incalculable cifra de pérdida de vidas europeas. Si Rusia respondiera con armas nucleares, estaríamos al borde de una confrontación global.
Resulta imprescindible que los gobiernos del mundo que quieren la paz inicien inmediatamente una movilización política-diplomática para buscar evitar la catástrofe.Uruguay, fiel a su tradición en política internacional de Estado debería proponerlo ya.
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